Y dijo Bruce a sus discípulos:
"¡Hola, San Sebastián! Gabon, Donosti!". Y en mitad de la tormenta
perfecta, Anoeta se vino literalmente abajo . Es lo que tiene ser un
ídolo de masas: que levantas un brazo y 45.000 personas alzan el suyo;
gritas "Say yeah!" y la gente al unísono responde "Yeah!"; te tiras de
lo alto de un puente y... Ejem, tampoco hay que pasarse, pero resulta
chocante, al menos para quienes no pertenecen (aún) a la
parroquia Springsteen, esa fe ciega que se le profesa en todo el globo terráqueo.
Contemplar cómo el público de las primeras filas se desgañita
vociferando su nombre o intenta tocarle como si ello pudiera curarles la
lepra, recuerda a esas exageradas imágenes de la Semana Santa española,
cuando miles de presuntos devotos enloquecen al paso de
vírgenes y
cristos policromados.
Desde fuera puede incluso resultar ridículo, pero es la prueba de que
solo Bruce y otras dos o tres estrellas internacionales son capaces de
llenar estadios y provocar el delirio colectivo, también en el siglo
XXI.
Tal vez para compensar la media hora de retraso con la que el sábado salió al escenario,
el jefe de todo esto contempló la que estaba cayendo y tuvo la feliz idea de comenzar con un clásico ajeno,
Who'll Stop the Rain,
una versión de la Creedence Clearwater Revival que no pudo ser más
oportuna. La respuesta a la pregunta "¿Quién parará la lluvia?" llegó
tres horas y 28 canciones después, cuando el rockero de New Jersey y una
E Street Band -Nils, Steve, Garry, Max, Roy, Jake y Soozie- ampliada
hasta una quincena de miembros se despidieron para volar de Biarritz a
Lisboa. Habían conseguido detener el pertinaz chubasco, aunque nadie
dijo que luchar contra los elementos fuera fácil.
En su primera visita de 2008 el
Boss prácticamente ignoró los temas del que entonces era su último disco,
Magic (2007),
y completó el repertorio con un apabullante ramillete de éxitos. En el
concierto de antes de ayer, en cambio, repasó más de la mitad de los
once cortes que incluye
Wrecking Ball (2012). Quizá lo hizo
porque sabe que esas canciones son mejores que las de trabajos más
recientes y porque cree que su mensaje de denuncia es más necesario en
el momento actual. Precisamente, de "tiempos duros" y de los miserables
que los han provocado hablan
We Take Care Of Our Own,
Wrecking Ball y
Death to My Hometown,
que en los primeros compases de la función -cuando preguntó "Zer moduz
zaudete?"- sonaron demoledoras y reforzadas por una huracanada sección
de vientos.
Más tarde dedicó la balada
Jack of All Trades "a quienes están luchando" contra la crisis e interpretó
Shackled and Drawn y
Land of Hope and Dreams, dos maravillosas piezas impregnadas de gospel en las que el coro cantó a pleno pulmón. Leyó varios mensajes en
spanglish
y lanzó numerosos "eskerrik asko" ayudado por una chuleta situada a sus
pies, y al iniciar los tres cuartos de hora que duraron los bises pidió
"rezar para que lleguen tiempos mejores". Entonces optó por
Rocky Ground,
otra nueva tonada de resonancias bíblicas que además de un contagioso
estribillo contiene los primeros versos rapeados de la extensa
discografía de Springsteen.
Entre los adeptos de la iglesia del incombustible Bruce,
fueron legión quienes le reprocharon la excesiva presencia de nuevo
material, que forzó a aparcar composiciones tan deseadas como
No Surrender,
Glory Days y
Thunder Road,
entre otras. De todos modos, fue generoso en el capítulo de éxitos, en
el que ganaron por goleada los gloriosos años 70 y los discos de los
primeros 80, y escasearon los recientes, limitados a
The Rising (2002), el álbum que lanzó tras los atentados del 11 de septiembre y del que rescató el desgarrador
My City of Ruins y el marchoso
Waitin' on a Sunny Day.
En este último, el músico protagonizó una de las anécdotas más
simpáticas del tour al salir corriendo tras un niño pequeño al que había
invitado a cantar y que huyó presa del pánico escénico. Cuando logró
darle caza, lo cogió en brazos y le cedió el micro para demostrar que
sabía perfectamente la letra. La audiencia, boquiabierta y emocionada,
aplaudió a rabiar.
El aguacero concedió varias treguas temporales mientras sonaban, entre otros
hits añejos encadenados al grito de "One-two-three-four",
Spirit in the Night, con Springsteen luciendo gorra negra a juego con sus tejanos y su chaleco;
Does This Bus Stop at 82nd Street?, que concluyó con una especie de batucada afrocubana; y
Prove It All Night, enlazada al estilo punk con
She's The One. El solo de armónica de
The River encendió
mecheros y teléfonos móviles que brillaron en la oscuridad de un
estadio conmovido por la voz del líder, que terminó cantando en
estremecedor falsete. Y la temperatura subió más aún con las obligadas
Backstreets -figuraba entre las peticiones que el público exhibía en numerosos carteles- y
Badlands. Pura energía.
La lluvia, que convirtió Anoeta en un mosaico multicolor de
chubasqueros, ocasionó más de un trastorno pero dio un toque mágico a
una velada que entró en su recta final con
Born in the USA y
Born to Run,
que marcaron dos de los momentos más épicos, con Springsteen
brutalmente entregado. Con todas las luces del estadio ya encendidas y
calado hasta el tuétano, lanzó y recogió guitarras voladoras para tocar
Hungry Heart,
instante que aprovechó para dejarse querer por enésima vez en las
primeras filas, en las que los fans le agasajaron con pañuelos y gafas
de sol que él se ponía y se quitaba. En el tributo al rock and roll
canónico de Moon Mulligan y su
Seven Nights To Rock, Bruce sacó chispas a las cuerdas de su guitarra frotándolas contra el pie de micro, mientras en la genial
Dancing in the Dark volvió a practicar el "Dejad que los niños se acerquen a mí" invitando a bailar a otros tres críos.
Se le pueden perdonar esos y otros gestos populistas, así como
el discurso de multimillonario preocupado por quienes han perdido su
trabajo y su hogar. No hay que olvidar que las entradas costaban entre
65 y 83 euros más gastos de distribución, aunque cuando el concierto
terminó con el vídeo de homenaje al fallecido Clarence Clemons,
proyectado al final de
Tenth Avenue Freeze-Out, pocos se
acordaban de la pasta. Habían disfrutado de uno de los directos más
intensos -y completos: rock, folk, soul, gospel- que pueden vivirse en
la actualidad y casi todos aguardan ya el tercer advenimiento de su
mesías a Donostia. Porque ya se sabe: no hay dos sin tres.
Demolition Man
EXISTE un vicio tan deplorable como
extendido entre algunos periodistas musicales que acostumbran a dejar
escritas y firmadas sus crónicas antes incluso de que empiece el
concierto. Hoy en día, el maremágnum informativo de Internet permite
conocer al dedillo cómo ha sido la gira de muchos artistas o el orden
exacto del repertorio. Es en el caso de grupos como AC/DC, Coldplay o
Madonna, que llevan montajes mastodónticos y repletos de efectos
extra-musicales que dificultan o impiden modificar la actuación de una
ciudad a otra.
Con Bruce Springsteen, sin embargo, no hay fuegos de artificio
que valgan, y si los hay, van implícitos en el propio ADN de su música.
Sin tramoya, con un show prácticamente desnudo en lo escenográfico, el
rockero de New Jersey fía toda la fuerza de su espectáculo al grandioso
sonido de la E Street Band y a un cancionero amplísimo plagado de éxitos
que varían noche tras noche en un porcentaje importante. Conclusión:
habría sido imposible escribir las siguientes líneas de antemano sin ser
vidente o similar.
45.000 almas
Un directo demoledor
Y el principal imponderable de ayer era la climatología. Poco
antes del inicio del concierto cayeron varios aguaceros que no
arredraron al público, que recibió la lluvia purificadora a grito limpio
y cantando a coro un sonoro "Oe-oe-oe". Otros hacían tiempo soplando
con la armónica la melodía de The River, quizá para espantar la
lluvia. Cayeron rayos, truenos y centellas poco antes de las 21.35
horas cuando -con un retraso bastante considerable-, Bruce saludó con un
"Gabon Donostia" y sonaron las primeras notas de Who'll Stop The rain,
una más que apropiada versión de la Creedence. Los 45.000 espectadores
que colapsaban el estadio de Anoeta paladearon entonces las primeras
dosis de uno de los directos más contundentes de los últimos 40 años:
tan aplastante como esa bola de demolición que presta título al
decimoséptimo álbum de estudio de Springsteen, Wrecking Ball (2012).
En mitad de un implacable chubasco, a ambos lados del
escenario, en lo más alto, ondeaban dos banderas, a la izquierda la
ikurriña y a la derecha la estadounidense. Barras y estrellas para una
noche fresca y prolija en proclamas sociales y ataques contra los
responsables de una crisis devastadora. Entre los primeros temas
abundaron los recientes como We take care of our own, Wrecking Ball y Dead to my hometown, donde brilló con fuerza una potente sección de viento.
Lo que vino después fue "una canción de holas y adioses,
de lo que un día perdemos y de lo que queda para siempre", es decir,
una de sus canciones sobre los atentados del 11 de septiembre: My city of ruins.
Había parado de llover cuando al presentar a la banda excusó la
ausencia de su mujer -"Patty está en casa con los niños"- y recordó a
los ausentes David Federici y Clarence Clemons, cuyo sobrino y sustituto
Jake hizo un gran papel al saxo.
La función siguió a todo trapo con Spirit in the night,
en la que se dio un auténtico baño de masas y sé dejó sobar
literalmente por el público de las primeras filas. Tras algunos éxitos,
dedicó Jack of all trades a la gente que lo está pasando mal
por la crisis, que ha perdido su casa y su trabajo. "En España estáis
aún peor que en EEUU", dijo en castellano gracias a una chuleta pegada
en el escenario.
Un tremendo relámpago hizo presagiar lo peor en mitad del virtuoso solo de guitarra que Steve van Zandt ofreció al final de Prove it all night, pero la cosa no pasó a mayores. Springsteen remató con la armónica She's the one y cambió la eléctrica por la acústica para acometer la animada Working in the highway.
Casi cuatro años después de su primera visita a Donostia, Bruce
demostró seguir pletórico a sus 62 años, con un estupendo manejo de
todos los palos de la música popular americana: rock, algo de blues,
soul y el gospel de temas como Shackled and drawn, que sonó celestial. En Waiting on a sunny day
cumplió con el ritual de invitar a cantar con él a un niño pequeño, que
al principio salió huyendo del escenario, pero que luego pareció más
que a gusto en brazos del Jefe, cantando y mostrando el puño en alto.
Cuando anoche este periódico era engullido por la rotativa -cuando sonaba The River, el clásico entre los clásicos-, el Boss no
había cantado aún su última palabra y quedaban por delante unas cuantas
canciones. Por ello, la presente crónica de urgencia tendrá su
necesaria continuación mañana en estas mismas páginas, aunque si se
cumplieron las pocas predicciones que pueden realizarse en su actual
gira, Springsteen terminó empapado en sudor tras cantar una treintena de
temas y despedirse con el imprescindible Tenth Avenue Freeze-Out, que incluye el emotivo homenaje a Clarence Clemons.