Mañana empieza la cita del verano por excelencia. Seis días de música frenética, más o menos improvisada, que le dejan a uno literalmente exhausto. Hay varias cosas interesantes para ver: Howe Gelb, Dr. John, Crimson Jazz Trio, Herbie Hancock, Matthew Herbert, etc. No hay entradas para Jarrett ni Veloso. Una pena. Lo mejor, el ambiente de las terrazas del Kursaal y la Zurriola. Todo gratis. Menos la cerveza verde, claro.
Ahí reside la grandeza del Jazzaldia donostiarra, que es un evento popular en su sentido más amplio y en el que el público puede disfrutar sin gastarse más dinero que el que cuesta el líquido elemento en el bar o el billete del autobús para regresar a casa. Y eso no lo tienen el resto de grandes festivales de la capital guipuzcoana. El Zinemaldia, por ejemplo, es un gran certamen, pero no tiene un solo acto gratuito. Hay que pagar si se quiere ver cualquier de los cientos de películas que se proyectan. Tres cuartos de lo mismo ocurre con la Quincena Musical o, a una escala menor, con la Semana de Terror.
Lo dicho. Todos a la calle a disfrutar, con el permiso del dios de la lluvia, con decenas y decenas de conciertos. Cuando llegue el séptimo día, tocará descansar, como hizo aquel tipo que por sombrero usaba un triángulo con un ojo dentro y que salía en el capítulo Génesis de la novela Biblia si mal no recuerdo. Entonces se agradecerá el chubasco y el descanso, pero se repetirá la sensación de orfandad que cada año se impone al terminar el festival y tener que aguardar 359 días hasta el inicio de la siguiente edición.
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