17 julio 2006

El asesinato de Richard Nixon

Viaje a la locura: Taxi Driver II

Acabo de llegar del cine donde, a pesar de ser verano, he visto una buena película.
No diré que he salido con la sensación de haber asistido al gran estreno del año, pero sí he llegado a casa con cierto sentimiento de desasosiego. El asesinato de Richard Nixon recuerda demasiado a Taxi Driver, de Martin Scorsese, para ser una buena película por sí sola, pero tiene grandes virtudes. En primer lugar, Sean Penn, presente en el 99% del metraje de la cinta, hace el enésimo mejor-papel-de-su-carrera. Y es que es inmejorable su caracterización como Sam Bicke, un pobre y tímido desgraciado que, como el Travis Bickle que De Niro encarnó en Taxi Driver, también coge la máquina de afeitar: el primero para rasurar su bigote y el segundo para raparse la cabeza y dejarse una lustrosa cresta. [Apréciese el increíble parecido entre los apellidos Bickle y Bicke]
En una y otra película hay voces en off que guían la acción, con frases magistrales. Las que se escuchan en Taxi Driver sobre la lluvia que caerá y barrerá la escoria de las calles son harto conocidas, pero El asesinato de Richard Nixon también incluye algunas citas tan acongojantes como "Me considero un grano de arena en esta playa que llamamos Estados Unidos. Hay otros 211 millones de granos de arena" o "Lo único que quiero es un poco del sueño americano, como mi padre o el padre de mi padre".
Es precisamente esa frustración, la imposibilidad de rozar siquiera el sueño americano, la que lleva al protagonista a iniciar un psicótico viaje hacia la locura.
El fallido asesinato de Nixon al que alude el efectista título no es más que un pretexto para narrar la historia basada en hechos reales de un individuo que grabó sus planes en varias cintas que remitió a Leonard Bernstein. "Señor Bernstein", comienzan las frases en off de Bicke, un vendedor divorciado que odia la mentira y el culto al dinero y que termina viendo a Nixon como el germen de todos los males que asolan al país.
Él, como Travis, trama friamente su plan, construye un artilugio para ocultar un revólver en la pierna, habla mientras blande el arma frente a un interlocutor ficticio: en Taxi Driver era un espejo y en El asesinato de Richard Nixon son dos lámparas con sombrero que simulan ser los pilotos del avión que piensa secuestrar para estrellarlo contra la Casa Blanca y acabar con la vida del presidente. "Si tengo suerte, la acción que estoy a punto de emprender demostrará a los poderosos que hasta el más insignificante grano de arena tiene algún poder para destruirlos", sentencia.
Como Bickle, al final Bicke termina con la cara ensangrentada y un cañón de acero posado en su cabeza. Sólo así, tras un largo camino de redención, parece poder poner fin a esas ansias de un sueño americano que, como el de la razón, también produce monstruos.

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