29 septiembre 2010

Concierto de U2 en Donostia


U2 y su giro de 360 grados

Fecha y lugar.
26/09/10. Estadio de Anoeta. Donostia. Intérpretes. Bono (voz y guitarra ocasional), The Edge (guitarra y teclados), Adam Clayton (bajo) y Larry Mullen (batería). Incidencias. Cerca de 45.000 personas completaron el aforo del estadio. El concierto de los teloneros Interpol, rock guitarrero, desenfadado y con un toque personal, duró una hora exacta y gustó al público. Cuando U2 salió a escena a las 22.00 horas sonó enlatada la canción Space Oddity, de David Bowie. Algunos espectadores se quejaron de la poca visibilidad y de la mala calidad de sonido desde algunos puntos del estadio de Anoeta. Durante varios minutos después del concierto resultó difícil utilizar los teléfonos móviles por la saturación de líneas. A la salida, también se produjo un importante atasco de tráfico en el barrio Amara.


NO
falla nunca. Todos los conciertos del U2 360º Tour comienzan con The Return of the Stingray Guitar, una introducción instrumental inédita que Bono aprovecha para saludar a la audiencia y exhibir su interminable catálogo de poses. Con la misma indumentaria de cuero e idénticas gafas negras, el cantante corretea alegre cual dibujo animado que recolecta bayas silvestres: sólo le falta el cesto colgado del brazo. Durante dos horas, sus compañeros de fatigas también se pasean por el mastodóntico escenario circular, que casi funciona como metáfora de la situación de una banda que hace tiempo que camina en círculos.

Con todo, la actuación de anteayer en el estadio de Anoeta era un triunfo cantado de antemano. Los irlandeses habían agotado el aforo -45.000 almas- y no tuvieron que hacer grandes esfuerzos para ganarse a un público que venía convencido de casa. La gran mayoría disfrutó enormemente del show sin plantearse qué le ha sucedido a una formación que antaño fue grande y ahora camufla con megalómanos montajes futuristas una música que no arriesga como antaño y que, en realidad, mira más al pasado que al presente.

A favor de U2 puede decirse que su tercera visita resultó más compacta y estimulante que la de 2005, que fue frustrante para quienes en 1992 aún andaban en pañales musicales y no disfrutaron de la primera incursión donostiarra del cuarteto. Por fortuna, el domingo Bono se distanció un poco de la brillante imitación de Muchachada Nui ("Me comprometo con movidas humanitarias a cascoporro") y no convirtió su actuación en un coitus interruptus de arengas mesiánico-solidarias. Si entonces sólo le faltó pedir mensajes sms para salvar la ranita meridional, esta vez sus dosis de millonaria humanidad fueron administradas de modo más sutil, a través de la música y la proyección de imágenes del pacifista sudafricano Desmond Tutu o la activista birmana Aung San Suu Kyi.

La puesta en escena fue deslumbrante gracias al sofisticado juego de pasarelas, luces y pantallas que parecían transformers. Con su chorro de voz intacto, a Bono se le vio siempre entregado, invitó a una chica a subir con él y al final utilizó un elegante micrófono luminoso que descendió de los cielos. Sus escuderos The Edge, Adam Clayton y Larry Mullen estuvieron siempre al quite. Según recordaron, el sábado se habían cumplido 34 años desde que los cuatro se conocieron, así que la noche que tildaron de "fantástica" sirvió para celebrar un masivo cumpleaños feliz.

En lo estrictamente musical, el repertorio pareció más acertado que el de cinco años atrás, pero se echaron en falta títulos como New Year"s Day o Pride (In The Name Of Love) y hubo que pagar el peaje de escuchar canciones menores de sus últimos discos. Se sucedieron, entre otras, piezas como Beautiful Day, Get on Your Boots, Elevation, Vertigo y Mercy, otra inédita. Gustaron Spanish Eyes (hacía años que no la tocaban), la sobrecogedora One (con Bono a la guitarra e imágenes antiguas de la banda) y los clásicos ineludibles como I Still Haven"t Found What I"m Looking For o With Or Without You. Pero lo mejor de la velada para quien suscribe fue Sunday Bloody Sunday, Where the Streets have no name y I Will Follow, himnos tan majestuosos como emocionantes. Lo peor, sin duda, el fin de fiesta con Moment of Surrender, una balada saturada de edulcorante con un estribillo digno de los Backstreet Boys. Incomprensible pese a la bella estampa que formó la vía láctea de teléfonos y cámaras de fotos brillando en la oscuridad.

Tras dos horas clavadas se hizo la luz y una legión de operarios comenzó a desmontar el escenario casi sin dejar que los artistas lo abandonaran. The show must go on y hay que llevar los trastos a la siguiente ciudad para que la caja de la banda más rentable siga desbordando pasta. Todo apunta a que U2 continuará dando vueltas en su desmesurada noria de 360 grados y aunque sea casi una quimera, a muchos nos gustaría que su próximo quiebro fuera de 45, 90 o incluso 180 grados: cualquier cosa menos seguir girando erráticamente para regresar al mismo lugar.

24 septiembre 2010

Una visión de Michael Moore en la revista del Zinemaldia


Reivindicación con palomitas

“Un libro en manos de un vecino
es como un arma cargada”
(Fahrenheit 451, Ray Bradbury)

La tendencia afortunadamente está cambiando, pero los festivales nunca fueron muy proclives a seleccionar ni premiar documentales en sus apartados competitivos. Michael Moore, en cambio, logró la Palma de Oro de Cannes con Fahrenheit 9/11 (2004), un artefacto cinematográfico preparado para ser detonado en el mismísimo hocico de George W. Bush. Sus fotogramas revelaron los supuestos vínculos económicos de la familia del presidente con los Bin Laden, criticaron el recorte de libertades tras los atentados del 11-S y denunciaron que sólo la sed de petróleo y dólares motivó las invasiones de Afganistán e Irak.

El filme adolece de los conocidos vicios del orondo documentalista. Tanto si dispara contra el culto a las armas de fuego en su país, como si arremete contra el capitalismo o el enfermo sistema sanitario estadounidense, Moore derrapa siempre con su populismo, demagogia y maniqueísmo. Basta recordar el final de la notable Bowling for Columbine (2002), en la que acorralaba al difunto Charlton Heston, entonces presidente de la Asociación Nacional del Rifle, y casi le hacía parecer culpable de la matanza del instituto. Fahrenheit 9/11 contiene desde episodios excesivamente desgarradores, como el de la madre que ha perdido a su hijo en Irak, hasta otros hilarantes, como el que muestra al cineasta invitando a los congresistas a alistar a sus vástagos en el ejército. Y todo aparece impregnado por la constante presencia ante la cámara de un director egocéntrico que otorga pleno sentido al neologismo “yocumental”.

Ello, sin embargo, no debe impedirnos apreciar que la gorra y las gafas de Michael Moore esconden una mente y una mirada tremendamente inteligentes. No puede ser tonto un señor que inicia su película con imágenes de los miembros del gabinete Bush maquillándose –ya se encargará él de hacer caer sus infames máscaras– ni es mediocre quien disecciona con tanto acierto la alelada reacción del presidente cuando le comunican que las Torres Gemelas han caído. Además, su cine maneja sabiamente los resortes de la narración, la música y el montaje, pero, sobre todo, es entretenido: no renuncia a mezclar reivindicación con palomitas.

Para los sectores más reaccionarios y conservadores de EEUU los documentales de Moore representan, pese a sus veleidades panfletarias, un arma tan peligrosa como lo eran los libros de la sociedad descrita por Ray Bradbury en su novela Fahrenheit 451. Por eso se antoja necesaria la labor de un realizador con un fin –contar verdades desconocidas por muchos de sus compatriotas– que quizá justifica los medios empleados y el trazo grueso con que dibuja sus trabajos. Ahora está por ver si se mantiene crítico con la Administración Obama o, por el contrario, contra Bush filmaba mejor.

13 septiembre 2010

Concierto de Atom Rhumba en Donostia


Rhumba de ultratumba

Fecha y lugar. 10/09/10. Gazteszena. Donostia. Intérpretes. Rober! (guitarra), Iñigo Cabezafuego (bajo), Natxo Beltrán (batería), Joseba Irazoki (guitarra), Joe González (saxo). Nota. Antes de Atom Rhumba tocaron Mantisa y Chico Boom.


EL
inicio del curso musical 2010-2011 no resultó tan multitudinario como cabía esperar. Tal vez fueron los 15 euros de la entrada o quizá la necesidad de ser selectivos ante un otoño que promete un obsceno superávit de conciertos, pero el viernes la sala Gazteszena lució un aspecto un tanto desangelado en la presentación de Donostikluba: mucho espacio libre en las primeras filas e incluso en la barra del bar…

Una pena. Porque quienes optaron por hacer pira en la vuelta al cole se perdieron el conciertazo en el que, tras dos años de inactividad, Atom Rhumba presentaba nueva formación e inminente álbum, Gargantuan melee, que, a juzgar por lo visto y oído, será otro trallazo sónico. Que la banda vizcaíno-navarra haya menguado de seis a cinco individuos y que Iñigo Cabezafuego haya cambiado las teclas por las cuatro cuerdas no ha restado un ápice de energía a un grupo que, además, ha ganado enteros con la incorporación de Joseba Irazoki a la guitarra. Cualquiera diría que el virtuoso beratarra lleva toda la vida girando con sus nuevos compañeros, porque el ensamblaje es perfecto y el combo suena como de costumbre: incendiario, pantanoso, primitivo y varios adjetivos molones más.

Lo mejor de los rhumberos es que carecen de complejos a la hora de profanar fronteras entre los distintos géneros musicales. Entienden el rock en su sentido más amplio, y aunque sus últimas canciones puedan parecer más punks, o más urgentes, continúan disparando contra cualquier ritmo que se les ponga a tiro, sin renunciar ni al ruido ni a la melodía. Si alguien nos forzase a acotar el terreno, casi diríamos que practican un rhythm and blues gutural, subterráneo e irresistiblemente sucio, como de ultratumba, con un poliédrico vocalista (Rober!) que unas veces canta en falsete y otras parece un Tom Waits pasado de Lizipaina. Y un músico de pulmones generosos (Joe González) que desata un vendaval sonoro cada vez que sopla el saxo tenor.

Conclusión. El de Atom Rhumba sigue siendo uno de los directos más libérrimos, contundentes y recomendables de la escena vasca. Rock personal al margen de las modas, música elegante y, sobre todo, visceral.

Enlace original aquí.

02 agosto 2010

Concierto de Mark Knopfler en Bilbao

Mi reino por un punteo

Fecha y lugar.
30/07/10. Plaza de Toros Vista Alegre. Bilbao. Intérpretes. Mark Knopfler (voz y guitarras), Guy Fletcher (teclados, guitarras), Richard Bennett (guitarra, ukelele), Glenn Worf (bajo), Danny Cummings (batería), Matt Rollings (piano, teclados, acordeón), John McCusker (violín, bouzouki, mandolina) y Michael McGoldrick (flautas, gaita). Incidencias. Asistieron unas 6.500 personas. Además del merchandising habitual, tras finalizar la función se podía adquirir, al precio de 25 euros, una llave USB con la grabación del concierto.


Mark
Knopfler siempre tuvo querencia por el folk, los ritmos de raíz celta y el country. Lo demostró incluso cuando aún lideraba Dire Straits y publicó bajo su nombre varias bandas sonoras y una celebrada colaboración con Chet Atkins, aunque hasta la disolución del grupo en 1995 no pudo lanzarse de lleno a la búsqueda de una propuesta que no primara el protagonismo de su virtuosa guitarra, sino el hallazgo de melodías más modestas pero rebosantes de matices.

Un ejemplo perfecto de ello es Border Reiver, la balada con la que comienza su último trabajo en solitario, Get Lucky (2009) y que inauguró el viernes su concierto de la plaza de toros de Bilbao. Respetó, casi hasta el último acorde, el esquema de su presente gira, marcada por la falta de dinamismo de un Knopfler obligado a actuar sentado en un taburete debido a una lesión de espalda. En What it is y Sailing to Philadelphia empleó la Fender Stratocaster y después alternó algunas de sus 70 guitarras, entre ellas un dobro mellizo del de la portada del disco Brothers in Arms. Sin embargo, lo que aportó verdadera entidad a la velada fue la robusta banda de músicos que, en temas como Coyote o Hill Farmer"s Blues, aprovecharon la flauta, el violín, el acordeón, la gaita y otros instrumentos para propiciar una escapada sonora desde las Highlands al profundo sur de EEUU, pasando por Portobello Road.

El momento que esperaba el 99,9% del público llegó cuando unos acordes de piano sugirieron el inicio de Romeo and Juliet y la audiencia rugió de felicidad. Para cuando el escocés rasgó las seis cuerdas el coso estaba ya iluminado por cientos de teléfonos móviles, sustitutos de los mecheros que antaño prestaban lumbre a las canciones lentas del rock. El "oe-oe-oe" y los aplausos fueron tan atronadores que el guitarrista les puso música, casi como si de un jazzman se tratara, con una juguetona melodía improvisada. Luego desempolvó un segundo hit de Dire Straits, Sultans of Swing, y la intensidad de su legendario punteo final -uno de los más aplaudidos de la historia- puso en pie a la plaza. Sultán, rey o califa. Tanto da: sigue tocando con tanta destreza y elegancia como cuando llevaba aquella horrible cinta en la frente para evitar el sudor. Y sin púa.

A modo de interludio interpretó Done with Bonaparte, una tonada celta que parecía extraída del cancionero de The Chieftains, y Marbletown, con la que la función adquirió visos de country-western. Speedway at Nazareth fue, quizá, la más formidable de las piezas de su repertorio propio, por la energía con la que acometió su desarrollo instrumental -con unos riffs grandiosos- y por su carácter de puente entre el Mark sosegado y folkie de la actualidad y aquel eléctrico músico que hace 25 años colapsaba estadios al frente de Dire Straits. Ya en la recta final, el guitar hero dio de comer al hambriento público otros tres éxitos de su extinta banda, Telegraph Road, Brothers in arms y So far away, condimentados con algún arreglo nuevo pero, en general, muy fieles a los originales.

Piper to the end, la nana celta que rubrica su último trabajo, fue también el tema final del concierto. Tal vez Knopfler quiso recordar cuál es su apuesta actual, pues si años atrás fue un alquimista esforzado en escribir algunas de las páginas más memorables del rock guitarrero, su objetivo ahora es encontrar la piedra filosofal con la que tallar composiciones tan redondas como, por ejemplo, Danny Boy, el centenario himno irlandés de origen incierto. Sus incondicionales respetan y aprecian el giro dado a su carrera, pero no le perdonarían una ruptura total con el pasado. De ahí que esté condenado a conciliar lo que realmente le apetece hacer con la necesidad de complacer a todos los espectadores que cambiarían su reino por un punteo de Dire Straits.

Publicado aquí.


21 julio 2010

Un cuento de jazz

Cuando el otro día anuncié la creación de la Plastilina Jazz Band no recordaba que era mi segundo grupo, que hace ya varios años -no sé cuántos- formé otro combo, un sexteto en lugar de quinteto, que no estaba fabricado con plastilina, sino con tinta. Ahí va su historia.

Nueva Orleans, años 20

Corrían los años 20 en el sur de Estados Unidos. Una enigmática banda de Nueva Orleans, la Hell Jazz Band, revolucionaba el panorama musical de la época. Eran un sexteto frenético, tres pares de negros que ofrecían conciertos realmente endiablados. Sus admiradores se trasladaban desde tierras lejanas para disfrutar con sus asombrosas actuaciones y comprobar que la piedra angular de su éxito era la capacidad de improvisar sobre el escenario. Pero cometieron un error: negarse a tocar en el cumpleaños de Joe El Garfio La Ville, una especie de gángster local aficionado al vudú y a la magia negra.

Se negaron porque tenían apalabrado otro concierto en el orfanato de la ciudad ante niños y niñas que jamás habían escuchado una sola nota de jazz. El Garfio envió a varios matones a la inclusa. A tiro limpio, babeantes como perros rabiosos, irrumpieron en el edificio minutos antes de la actuación y secuestraron a la banda al completo. Llevaron a los músicos hasta la mansión donde se celebraba el cumpleaños del gángster y éste les invitó a tocar para él: se opusieron nuevamente. Tenían pendiente un concierto en el hospicio. La Ville montó en cólera y con una gamuza negra sacó brilló al garfio que reemplazaba a la mano que el cocodrilo de un pantano de Louisiana se le había merendado hace años. Pensó entonces que había llegado la hora de hacer un poco de vudú.

Tras recobrar el conocimiento, los seis músicos despertaron en un callejón oscuro envueltos en un aire que olía a embrujo. Enseguida se percataron de que algo había cambiado para siempre. El pianista comprobó horrorizado que le faltaban los dos brazos. El batería intentó en vano levantarse del suelo pero sólo tenía movilidad en las manos. El clarinetista vio su rostro reflejado en un charco. ¡Le habían desaparecido los labios y la boca! El guitarrista sólo tenía un brazo y el contrabajista carecía de dedos en las manos. El trompetista sintió un dolor en el pecho, tosió dos veces y su pañuelo apareció empapado en sangre: tenía tuberculosis. El tiempo apremiaba y sabían que una horda de niños aguardaban impacientes para presenciar su concierto. ¿Pero qué podían hacer en su estado, tullidos, maltrechos y con la muerte rondándoles? Sólo les quedaba una alternativa, hacer lo único que sabían: improvisar.

Boquiabiertos y con los ojos como platos, los niños no podían dar crédito a lo que estaban viendo: eran incapaces de imaginar que aquello que hasta entonces les había sido vetado, el jazz, podía ser algo tan extravagante, alucinante y divertido. El pianista manco arrancaba notas a su instrumento con los dedos de los pies y el batería, cuyo cuerpo estaba prácticamente inmovilizado, empleaba las manos para tocar el clarinete. El clarinetista, sin boca ni labios, rasgaba la guitarra mientras el guitarrista de un solo brazo había cambiado su instrumento por la batería y la aporreaba sin piedad con una única baqueta. Al mismo tiempo, el contrabajista sin dedos en la mano tocaba la trompeta demostrando una increíble habilidad con los muñones y, entre toses y esputos, el trompetista tuberculoso bailaba un macabro vals con el contrabajo.

El del orfanato fue el mejor concierto de la Hell Jazz Band. Y también el último. Nunca jamás volvió nadie a ver a aquellos seis músicos negros que una vez, no hace tantos años, hicieron de la improvisación un arte.

20 julio 2010

Plastilina Jazz Band


La ¿verdadera? historia de Plastilina Jazz Band

Podría decirles que Plastilina Jazz Band nació como excusa para ilustrar un suplemento sobre el Heineken Jazzaldia, pero sería tan prosaico y pragmático que prefiero inventar otra historia que puede no ser cierta, pero resulta -espero- algo más atractiva.

Decidí modelar aquellas cinco figuritas por la misma razón por la que muchos cineastas prefieren trabajar con dibujos animados o muñecos de plastilina: para tener un control todal sobre los actores. Estaba harto de fotografiar a grupos en penumbra, de tener que lidiar con otros foteros en las primeras filas y de ver cómo un sinfín de músicos se zafaban de mi vieja Nikon por su excesiva movilidad o mi inexperiencia. Si creaba a mis propios músicos para hacerles posar a mi antojo, podría obtener las increíbles fotos que me permitirían, al fin, eliminar el adjetivo "humilde" de mi apodo y ser, simple y llanamente, El Fotero del Pánico.

Pero mi gozo en un pozo. Después de crear y bautizar a los cinco músicos me fui a dormir y cuando desperté al día siguiente la banda al completo había desaparecido de la mesa de la cocina. Desde entonces no he vuelto a ver a ninguno de los cinco intérpretes y todo lo que sé de ellos me ha llegado a través de referencias de terceros. Un alumno de Musikene, por ejemplo, me contó que los integrantes del grupo se presentaron un día en el Centro Superior de Música del País Vasco y ocuparon una sala de ensayo de manera ilícita. Ningún estudiante o bedel podía aguantar el infame estruendo que hacían al tocar sus instrumentos, pero la nueva y polémica coordinadora del centro les dejó hacer porque aquellos eran los únicos estudiantes que no pedían su dimisión.

Sólo abandonaron el palacio cuando decidieron presentarse al proceso de selección de grupos locales del Jazzaldia. Fueron a inscribirse en persona a las oficinas del festival, y uno de ellos -no me especificaron cuál- decidió presentarse como yo lo traje al mundo, es decir, desnudo, con la intención de evocar el potencial transgresor y provocador del jazz. Sin embargo, lo que verdaderamente provocó a los organizadores no fue ver a un muñeco de plastilina en cueros, sino comprobar que los otros cuatro vestían camisetas de Keler, Estrella Damm y otras cervezas.

Se fueron con su ruido a otra parte pero amenazaron con volver. Y hay quien dice que días después irrumpieron en el despacho del director del Heineken Jazzaldia para hacerle chantaje: o les buscaba un hueco en la programación o desvelarían que en la discoteca personal de Miguel Martín figuran abundantes vinilos de Julio Iglesias, Manolo Escobar y David Bisbal. Tan vil amedrentamiento parece haber funcionado porque todo apunta a que Plastilina Jazz Band actuará en el marco de esos novedosos conciertos secretos que salpicarán el cartel de la 45ª edición que comienza mañana.


JOVI JOVÁ. Con semejante nombre, es inevitable que los miembros del quinteto le digan: "Cada día desafinas más". Su aspecto afrancesado no es más que una engañufla porque la boina es de la firma Elosegui y el bigote postizo. Su contrabajo -negro porque en la librería no había plastilina marrón- tiene cuatro palillos en lugar de cuerdas, así que se pueden imaginar cómo suena...




BIG MAMA JOVI. Paradigma de la cantante calva, camuflada bajo un pelucón lila. Híbrido entre Tom Waits (por la voz de esparto) y Carmen de Mairena (el parecido es más que razonable), algunos afirman haberla conocido en los tiempos en que respondía al nombre de Ramón y conducía un camión cargado de bebidas alcohólicas. Los pechos, los labios, e incluso el micrófono, son postizos. La duda ofende.





JON ON JOVI. Se presenta como el único vasco de la banda que, para más inri y como buen perdedor, es seguidor txuri-urdin. Cambió su antiguo txistu por el saxofón que ganó en una apuesta. El instrumento le gusta sólo porque su diminutivo (saxo) le recuerda a aquello que nunca podrá tener.






JOVI WAN KENOBI. Se hace llamar el jedi de las baquetas, pero su arritmia es tan proverbial como su cabeza. Suele enfadarse porque el resto del grupo se niega a poner bote para comprarle un chaston, pero cuando realmente se cabrea es cuando alguien le llama cara caipirinha.






GASPAR MELCHOR DE JOVILLANOS. Apodado, por motivos obvios, Baltasar. Está cansado de que le pregunten "qué es esa mierda que le sale del sombrero" y "qué es esa mierda que sale de su trompeta". El caso es que su trompeta es, en realidad, una vuvuzela tuneada.





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