La maldición del hombre que lo leía todo
Érase una vez un hombre que lo leía absolutamente todo, no tanto por voluntad propia como por estar sometido a una terrible condena que le obligaba a devorar cualquier texto escrito. De niño, cuando aún no había aprendido a hablar, ya le hacía gestos a su madre para que pasara con mayor rapidez las páginas de las revistas del corazón. Cuando cumplió tres años no quedaba ni un solo volumen en las estanterías de casa que no hubiese pasado por sus manos, de manera que, con un fervor casi lunático y sin que nadie pudiera detenerle, se puso a leer las instrucciones de los electrodomésticos, los prospectos de las medicinas, las etiquetas de los envases de comida… Sus enrojecidos ojos se posaban sobre cualquier construcción gramatical que se cruzara en su camino.
Tanto sufría el chico porque no podía abandonar sus lecturas hasta concluirlas; tan febril y delirante era su hábito que los padres despojaron el hogar de toda forma de texto (novelas, calendarios, recibos, etc.) y lo confinaron en una habitación de paredes blancas sin elementos que pudieran sublimar su adicción. Sin embargo, un día que sus padres se despistaron logró escapar de su prisión y salió a la calle sin un rumbo definido. Quiso el fatal destino que sus pasos dieran con la recién inaugurada biblioteca de la ciudad, ubicada a escasos metros de su portal. Pues bien. El enfermizo lector entró en ella siendo un muchacho de nueve años y salió convertido en un desquiciado adulto de 51 que había empleado más de cuatro décadas en leer sin descanso miles y miles de libros. Completamente trastornado, el hombre consideró que sólo había un modo de romper la maldición y, cual Edipo moderno, se arrancó los ojos con sus propias manos.
Una cegadora oscuridad reinaba a su alrededor cuando despertó en la cama del hospital. Sentía un vacío insondable en las cuencas que un día albergaron sus ojos pero también era dueño de una paz desconocida que, por desgracia, no tardó en romperse en añicos. Percibió, por el olor que desprendía, que su ya anciano padre entraba en la habitación y, antes de que le hablara, sintió, sin llegar a oírlo, que rumiaba para sí: “Maldito hijo loco… Mató a su madre a disgustos y ahora terminará conmigo antes de que lo haga el cáncer de garganta”. Luego llegó la enfermera, que tampoco se había dirigido aún a él cuando la oyó pensar: “¿Por qué tiene que despertarse este tío justo en mi guardia?”. Y el doctor, mientras le inyectaba un calmante, cavilaba: “Menuda papeleta la de este desgraciado”. El pánico trepó incontrolado por su espinazo tan pronto como fue consciente de que sólo había logrado permutar una condena por otra: de ser un consumado devorador de escritos pasó a convertirse en ciego e involuntario lector de frases inscritas en mentes ajenas.
2 comentarios:
Un placer leer un nuevo relato del humilde fotero.
¡Gracias, Eric!!!
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